Se acabó el año y listo.

Recuerdo, no necesariamente con nostalgia, que hace años escribía una suerte de recap de todo lo vivido en el año. Hace un par de vueltas al sol dejé de hacerlo y esto tratando, como bien lo propone Jonathan Larson (Rent, 1996) de medir los días a través de las vivencias y las experiencias. Creo que, particularmente, este año que se va me invita a verlo así por una serie de circunstancias particulares.
Pareciera que 2024 sentó las bases para una serie de reflexiones revolucionarias que han permitido cuestionar mi sistema de creencias, mi ética y moral, mi profesionalismo e incluso mis relaciones. En el trabajo siempre pregunto a los hombres, como punto de partida en sus respectivos procesos «¿por qué nos comportamos como nos comportamos?» y ahora me ya tocado a mi iniciar esa serie de diálogos conmigo mismo. Claro, importante decir que no nace desde la falacia estúpida de la «deconstrucción» (no porque no crea en ella), sino de la propia revolución de la conciencia; revolución que pone a temblar todo el constructo que soy y me hace ser y que, como buena estructura mexicana, termina por ser evidenciado en sus puntos de quiebre que requieren sanidad, claro, pero que también urgen por una reparación o modificación total.
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Desde hace meses que vengo escuchando la palabra «ternura» y me hace mucho eco para mi vida y, claro está, para aquello que viene, sea lo que sea.
Primero quiero mencionar por qué creo que la ternura es un punto de partida que intersecta mi bonita humanidad: ¡inicié el año en una plancha de quirófano! Realmente sigo sin creer que «el cuerpo pasa factura», pero el año pasado le puse una friega a mi enorme humanidad que no había vivido antes: tres trabajos, una Especialidad académica, el ministerio, cursos, talleres, actividades, correr de aquí para allá… y no, no estaba siendo diligente en el cuidado de mi humanidad. Corte a —bueno, no porque fuera detonante realmente—, apendicitis. Lo que me llevó a estar tres semanas de incapacidad y a una suerte de descanso obligatorio que tuve que tomar.
En esa temporada, gracias a un compañero de la Especialidad comencé a escuchar mucho sobre los cuidados y, específicamente, la ternura. ¡¿Cómo que la ternura?! Y peor aún, ¡¿qué demonios es «ternura»?! Evidentemente hablamos del cariño, del cuidado consciente, del amor —propio y hacia otros—, del ser buscador (y constructor) de la paz y del reconocimiento total y absoluto del otro.
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«Pará, pará, pará»… Básicamente nos estamos acercando a una visión humanística de la cotidianidad… en un mundo ensimismado, consumista, violento, envidioso. Peor aún, con contextos como el mío lleno de gente que, ganosa de reconocimiento y pertenencia, juega un performance de vida —me choca darle la razón a Judith Butler— con tal de ser visto, ser «amado» y justo, formar parte. Pero, ¿acaso no es que todo lo que estoy planteando debería ser «el normal» para todos?… ¡debería! ¡DEBERÍA!
Y así, básicamente me explotó la tacha de tal forma que me acerqué a la ñoñería de la llamada «Pedagogía de la ternura». Cuando me refiero a esto, hablo de «una propuesta humanista y pacificadora en donde se exige el reconocimiento del otro ser humano como autónomo, libre y emocional. Invita al docente —aunque aquí podrían decir que es para cualquier persona— a manifestar la empatía y la tolerancia, entre otros valores. Permite al docente —usemos, mejor «a la persona»— acompañar al estudiante —»persona»— de forma integral abarcando todas las etapas del proceso educativo, desde lo cognitivo hasta lo afectivo».
No pienso dar una vuelta ñoña-académica de esto —aunque debo confesar que estoy enloquecido de amor académico por bell hooks y Paulo Freire— pero quisiera poner sobre la mesa la palabra TERNURA. Y aquí es donde comienzo a llorar de cara a lo que viene en el nuevo año y que me reta a dejar el 2024 atrás, muy atrás.
Siempre he procurado, de alguna manera, tener mi vida religiosa y mi vida profesional lo más paralela posible pero en medida de lo posible no mezclarla. Me molesta, y lo hace sobremanera, la sobreespiritualización a la que tiende mucha gente: «Dios me dijo…», «Dios me habló…», «quiero ser obediente a…». No estoy juzgando —porque sé que se presta para eso—, pero el corazón y la mente es engañosa, así que procuro ir «pian-pianito»… sin embargo en ese «procurar» he encontrado el fantástico beneficio de invitar a Dios a ser parte de mi día a día en la mayor parte de las partes posibles. Peeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeero… —pinches «peros»— descuidé algunas partes de las que no había sido consciente hasta hace unos días —¡gracias por abrirme los ojos, tía Alma!— y no sólo me comporté de forma soberbia, sino que me olvidé de algo muy, muy importante: la ternura.
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¿A qué me refiero con ello? Vayamos a la definición de libro de la ternura: «es el respeto, el reconocimiento y el cariño expresado en la caricia, en el detalle sutil, en el regalo inesperado, en la mirada cómplice o en el abrazo entregado y sincero. Gracias a la ternura, las relaciones afectivas crean las raíces del vínculo, del respeto, de la consideración y del verdadero amor». ¿Loco, no? ¡Hasta de leerlo me da urticaria! Pero, ahí radica mi incomodidad. Si bien no es que sea una persona «tierna y amorosa» —bueno, no con todo el mundo—, he descubierto que soy sumamente duro con el trato a todas las personas, especialmente con aquellas que me caen mal o a quienes juzgo mal. Particularmente entre mis beneficiarios —los hombres con los que llego a trabajar a veces me dan ganas de lanzarles café hirviendo en el pantalón o reventarles una silla en la cabeza— y algunas, no todas las ocasiones, a mis alumnos —los amo, pero a veces recuerdo que no soy su papá y que no están en la guardería—.
Entonces, ¿ternura para la revolución? ¡POR SUPUESTO! Veamos el estado actual del mundo, echemos un ojo a las estadísticas de la violencia, las enfermedades psicológicas-psiquiátricas, la construcción de relaciones socio-afectivas —que parece que nos hace ver y se siente como que estamos más lejos cada día los unos de los otros— y un chorro de cosas más que no quiero mencionar porque parecería panfleto de los Testigos de Jehová. «Ternura» como punto de partida pedagógico pero también para la conducción en la vida cotidiana. Ésta no sólo tendría el potencial de naturalizar la demostración de afecto y emociones, sino que ayudaría a la construcción de vínculos de confianza e interés mutuo capaces de construir redes de vulnerabilidad y apoyo: redes seguras para ser y estar.
Creo, aunque suene muy aventurado decirlo tan pronto, que la ternura tiene el potencial no sólo de volvernos a conectar unos con otros, sino de provocar una revolución tan estruendosa que nos lleve a ese lugar de paz en el que queremos vivir, lejos del hambre brutal de ser relevante, «poderoso», influenciador, trepa-cerros de las siete montañas y un largo etcétera… Sé que suena como «abrazos, no balazos», pero habría que intentar, ¿no? Un back-to-basics a la vida hippie que tenía sentido. Ternura para la paz interior y ternura para la paz colectiva.
En esto creo… y esto es lo que me catapulta hacia un 2025 que me tiene tan emocionado y retado. A ver que pasa, a ver si me vuelvo ese oso cariñoso que creo que soy.
Por un año lleno de muchas cosas, sobre todo de ternura.
PITUFRESAS
Durante meses huí de escribir un texto —que sí «escribí» en Twitter— con dedicatoria especial a una de mis exalumnas que se graduó de la vida a mediados de año. Dude, ¡qué dolor! Algunos de estos chamacos se cuelan en tu vida tanto que sí forman parte de tu historia y de vida; y el hecho de despedirlos —I mean, enterrarlos— es un acto dolorosísimo que espero nunca tener que volver a sentir. Evidentemente, esta tampoco es la ocasión y decido dejarla pasar, no quiero ser tan vulnerable frente a mis alumnos… sobre todo frente a los stalkers.
NO NOS OLVIDEMOS DE LA ACCIÓN DE GRACIAS. Y entre las muchas cosas que tengo por agradecer es que estés aquí —¿o llegaras aquí?—.
Y que siga ChSP Milei, el PAN, Trump y el cáncer.