Esta es una historia cuyos personajes me gustaría ponerles nombres, pero, así como se pueden llamar de tal o cual manera, pueden llamarse de esta o de otra. Y vaya, historia que pudo haber sucedido hace poco más de dos siglos; hace quinientos años, el año pasado e incluso ahora mismo en cualquier rincón de este basto mundo, casi como que narro y sucede… aunque vaya, no soy necesariamente aquel narrador omnipotente.
Sin duda, ayer, hoy y mañana serán el más increíble momento del año. La realidad es que el día a día lo construimos así, al día, ¿no? Digo, el Gran Libro dice que cada jornada tiene su propio afán… desearía pues no afanarme por adelantarme en historia que, insisto, parece no tener un inicio ni un final… aunque el final, que no es final, pero es final, es glorioso.
Es la historia de mi corazón. Pero también la historia de ella, de él, de aquellos y estos. Los que están aquí, y los que están allá. Y aunque comienza con la paupérrima decadencia de una comunidad dividida, conquistada por el odio, el temor y el aparente olvido del Dios que ardió en la zarza ardiente; también comienza aquí, en esta ciudad divida por colores, conquistada por el desprecio y sí, también a la vista de algunos, olvidada por el Dios del avivamiento.
Había una vez… siempre quise escribir esto, aunque, también lo hay hoy, pero en esta historia había una mujer. Adolescente, quizá no mayor de quince años. Había una vez una mujer adolescente que había crecido en una comunidad pobre, lejana. Digo pobre, pero ignoro la profundidad de esta palabra, porque siendo pobre fue prometida con otro hombre también pobre, tan pobre, que su oficio era de los más despreciados en aquella comunidad. Entonces había una vez una mujer, y había un hombre.
Mmm… quisiera recordar qué soñaba yo cuando tenía 14, 15, 16 o 20 años. Siento que lo veo lejano, tan lejano. Pero esta, que es mi historia y no es mi historia, me hace pensar en la historia de esta mujer que bien pudo ser una asiática o una tarasca. Pero aunque importa, dejemos de lado eso y enfoquemos en esto, ¿a qué sueña una mujer adolescente de 14, 15 o 16 años? ¿Sueña con casarse o con crear más y más sueños dentro de sí para emprender un camino que, sin duda, será complicado transitar?
Y qué me dicen de él, el otro, el hombre. De él esperan tanto y el tiempo avanza sin resultados. ¡Tienes que crear! ¡Tienes que producir! ¡Tienes que construir tu casa! ¡Tienes que edificar este epicentro desde donde toda la vida sucederá! ¡Apúrate! ¡Apúrate! ¡No nos importan tus cargas! ¡No importan tus sueños! ¡No importa qué tan cansado estés! A tu muerte, cuando sea el momento del descanso eterno, el seno de Abraham proveerá un descanso para tus pies cansados. Quizá, y sólo quizá, habrá quien, arrodillado delante de ti, lave tus pies, los perfume y celebre tu llegada. ¡Pero no ahora! Hoy es tiempo de avanzar, ¡avanza!
Y entonces… selah. Pausa para reflexionar. Siempre, en todas las historias, hay tiempo para dormir. Abandonarse en el suave regazo de la noche; ahí, donde los mitos, nuestros mitos, cobran vida y son reales. Reales porque son momentos donde el cielo viene a la tierra y, con un beso, emprendemos una danza tan suave como el viento que recorre nuestras calles. Ahí, mientras danzamos, suceden los diálogos y las largas conversaciones. Donde el espíritu, el mío, el tuyo, el de ellas y ellos, de estos y aquellos llora, pero también es consolado.
Consuelo, ¿quién no lo necesita en estos días? Ella, nuestra protagonista necesita consuelo. Tiene que salir de casa en unos días con él; ¿qué de hermoso hay en tener que abandonar -no encuentro una mejor palabra para describir este acto- el lugar en el que hemos crecido? ¿El que, en efecto, fue epicentro de mi coexistencia del mundo y que, de alguna manera, me dio conciencia? Él, nuestro protagonista también necesita consuelo. Un sueño particular le ha despertado por la noche y ha tenido conciencia de que, más que un mal sueño, fue un momento real, palpable. Hay que construir, pero, ¿está verdaderamente listo? ¡Oh! La vida real se ve tan aterradora; es como si fuera una veladora que puedes observar consumirse lentamente.
Y así como la vida, ésta historia también da sendas vueltas, y no es que sea el autor, es que así pasa. Y no es que sea porque así está escrito, así también estos personajes han decidido escribir su historia. Algunos tratarán de corregirla y señalar que “así estaba escrito”, otros creerán que “así debía ser”, ¡oh! Sólo ven y ve. Ven y sigue el camino de este par; no importa si vienen de un pueblo perdido dentro de un territorio sirio; de una aldea recóndita al sur del Sahara o de San Pedro Sula en Honduras. ¿Realmente importa?
En esta historia, que da tintes de parecerse a la tuya o a la mía, nuestros personajes sucumbieron al sueño y decidieron soñar… ¡qué doloroso puede ser soñar, ¿no?! Y es que en este sueño invertimos tanto que me parece que la forma correcta de decirlo es “nos invertimos tanto”. Porque nos involucramos en que esto salga bien. Ellos, nuestros personajes, así como nosotros, nos montamos a la increíble aventura de vivir con una mochila al hombro cargada de ilusiones y de promesas que nos hemos hecho a lo largo de nuestra corta, mediana o larga existencia.
¡Vamos hombre! Este es el tiempo. ¡Construye, construye!
¡Venga niña! Camina, camina.
¡Vamos, ustedes! Esperamos tanto de ustedes, ¡queremos verlos ¡Háganlo! ¡Venga! Ya habrá tiempo en el seno de Abraham para descansar los pies. No hay tiempo para detenerse, no hay tiempo para mirar al cielo, ¡hazlo aquí! ¡Hazlo ahora!
Y así, mientras caminan para llegar a otro pueblo, a la Casa de Pan, a lo lejos escuchan a un niño tamborilear tan fuerte que el sonido puede escucharse a kilómetros a la redonda. Cada golpe anuncia algo, ¿qué será lo que anuncia? Nuestros personajes, en silencio, temerosos ante la vida nueva que se avecina, andan por este camino. Como si se sincronizaran, los latidos de su corazón retumban en su ser con cada golpe del tambor. Un golpe: la familia que dejé atrás; otro golpe: los sueños que no alcancé; otro golpe: los huesos de mis padres a los que abandoné; otro golpe: mi niñez; otro golpe: mi oficio; otro golpe: lo que era y ya no volveré a ser.
Otro golpe: otro corazón que late dentro de mi.
Y así, en esta historia, que puede parecerse a la historia de estos o a la de aquellos, la noche llega otra vez. ¿Alguna vez te has preguntado por qué le tememos a la noche? ¡Ven y ve! En esta historia, más parecida a tu historia, no hay espacio para las tinieblas, el manto de la noche ha llegado cargado de destellos que cuentan de la gloria postrera y la venidera. El tambor sigue sonando para nuestros personajes tanto como para ti. Un tambor cuyo sonido se ha convertido en una constante, un anuncio que parece celebrar que en medio de su desesperación, que también puede parecerse a tu desesperación, algo vivo dentro de ti no te limita, te empuja a tocar las puertas, a preguntar… a mirar el cielo y esperar. Esperar la respuesta, esperar la señal.
¡Vamos constructor! Ven y ve. Ahí está la señal. Esperamos tanto de ti.
¡Vamos mujer! Respira tranquila. El momento está por llegar.
Y entonces, selah.
Inhala profundo, exhala. Inhala y puedes viajar a ese pasado cuando mamá peinaba con delicadeza tus cabellos. Exhala mientras recuerdas la primera vez que tomaste entre tus manos aquella herramienta que parecía imposible usar. Inhala profundo, pero no dejes que el dolor de dejar tu pasado venga; exhala, pero no te dejes sucumbir ante esos momentos que te hicieron sentir que el camino ya no valía la pena.
¡Mujer! ¡Vamos! Respira profundo porque esta, tu historia, que se parece a la de estas también, no ha terminado. Te hemos seguido y estamos expectantes. Hemos caminado este desierto que nos hace pensar en la desolación que nos ha acosado… pero estamos expectantes. Como si algo fuera a surgir de pronto.
¡Hey tu! ¡Carpintero! ¡Ven y ve! Mira como esa vela se consume y, sin embargo, se convierte en la base para otras. Mira como la cera incluso cuando pasa por fuego es capaz de volver a generar. Mira como cuando se apaga, cuando parece que su uso ha terminado, surgen nuevas oportunidades. Como cuando se apaga, siempre hay una chispa que vuelve a iluminar.
¡Vengan y vean!
Y entonces… ¡Emmanuel!
Había una vez una mujer y un hombre; sus nombres importan como importan el tuyo, el mío o el de estos. Había una vez una mujer y un hombre que lo perdieron todo, incluso se perdieron a sí mismos. Había una vez una mujer y un hombre cuyos pies cansados no encontraban reposo y en la desesperanza y desesperación, un establo se convirtió en una mansión. Había una vez… y entonces Emmanuel.
Emmanuel.
Y ese manto oscuro al que llaman noche, con sus destellos de luz, al ritmo del tambor del niño, cantaron al unísono “¡Oh! Gloria a Dios en cielo más alto y paz en la tierra para aquellos en quienes Dios se complace”.
¡Ven y ve! Emmanuel y todo quedó atrás. Emmanuel, y sus pies cansados, que pueden ser los tuyos o los míos encuentran en él descanso. ¡Qué gran descanso!
Y la noche, la que nos llenaba de terror, ahora es tan santa. Santa tanto como lo deseen nuestros personajes, como lo desees.
Había una vez, pues, una mujer y un hombre. Sus nombres importan como los de aquellos, como los de estos. Había una vez un montón de historias, de sueños, de dolores, de lágrimas. Había una vez una noche como cualquiera, pero en un de repente, casi como el eco de un golpe de baqueta sobre un tambor todo cambió y, así, Dios hoy es con ellos para siempre. Dios es con nosotros.
Había una vez, pero ya no más… porque hoy Él es conmigo. Con nosotros.
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