
Respiro.
Inhalo con tranquilidad.
Exhalo con todo como queriendo sacar de mi todo lo que hay dentro.
Respiro.
Han sido muchos meses desde que he querido escribir esta entrada y por alguna razón no se me había dado… la razón es que realmente no quería. Dejé de tener ánimos reales de escribir y sacar todo lo que hay dentro de mi a través de este precioso don de la escritura.
Mi mundo se paró y se sacudió tremendamente hace siete meses. Y, aunque no necesariamente la vida perdió sentido, si parte de ella. Parte importante de lo que soñé y que creí que construía; donde estaba posicionado como adulto, como humano, como hombre, como creyente.
En otras palabras, y perdonarán el francés, ese mundo se fue a la mierda… pero inmediatamente surgió uno nuevo en el que estoy aprendiendo a habitar. A acomodar mis cosas si bien no para sentirme cómodo, sí para vivir a gusto, feliz, encontrándome conmigo mismo y aprendiendo a soñar de nuevo.
Respiro.
Hace siete meses mi compañera y yo sufrimos una pérdida irreparable. Inútil creer que pienses que voy a hablar de esto —qué pérdida, pues—aquí. No hubo una alerta que nos avisara del terremoto que se cernía sobre nuestra historia; al contrario, todo parecía apuntar a nuestro favor. Pero dicen —o mal dicen— que “los planes de Dios son perfectos” y, claro está, generalmente nunca entendemos a plenitud qué propósito tienen estos acontecimientos. Algunos lo aceptan con serenidad “entendiendo” (lo que sea que signifique para éstos) la voluntad de Dios; otros se sumergen en una depresión en la que viven en una vorágine de emociones cíclicas de la que deliberadamente deciden no salir. Y otros, como yo, nos mantenemos en un constante “cuestionar-responder-solucionar” emocional y mental para darle sentido a un mundo nuevo que no conoces… pero él sí.
Respiro.
De alguna manera y, no porque necesité el aplauso ni mucho menos, acompañé a mi esposa en su proceso. Apapachar, escuchar, llorar, escuchar, apapachar, callar, ver, escuchar… esto NO nos lo enseñan en los prematrimoniales y NO hay una clase en ningún nivel educativo que nos enseñe a ser acompañantes y/o cuidadores, particularmente a los hombres, orientados a usar el espacio público como trabajadores y proveedores, pero nunca como cuidadores en lo privado, lo secreto. El pensamiento de inutilidad llenó mi mente al no saber qué hacer y, no solo eso, no poder “controlar” lo que estaba sucediendo. Los machismos interiorizados también se experimentan en momentos de tensión… y se exacerban provocando violencias que ejercemos contra uno mismo.
Me permití experimentar mis emociones. Afortunadamente nunca choqué el carro por tener la vista nublada o por venir peleando —sí, peleando— con Dios mientras conducía por Periférico. En mi auto he tenido los más grandes devocionales y encuentros con Dios que nunca tuve ni en Sozo ni en Sanidad Interior. Ahí, manejando, mientras lloraba y gritaba, pude escuchar al Jesús humano llorar conmigo… y lloré más, de enojo y coraje, pero también de esperanza al minimizar mi existencia a un tipo llorando en un auto que tanto le importa al cielo como para hacerse presente y llorar en silencio a su lado.
Respiro.
Platiqué con mi maestra tanatóloga que, en medio de un cáncer agresivo, detuvo su tiempo para darme una palabra lo más esperanzadora que pudo. “Cada situación de nuestras vidas trae una enseñanza. Dios permita que podamos aprender la lección para salir fortalecidos con más fe y más empatía para el prójimo”, me dijo en el último mensaje del que hablamos sobre mi proceso. Su partida fue tan dolorosa que sumó a mi duelo y mi olla exprés experimentaba más y más presión.
Sé que para sanar hay que hablar de aquello que nos duele y, por supuesto, he hablado con mi círculo cercano acerca de esto buscando ese ungüento paliativo que me ayude a salir a flote. Amé conectar con mis alumnos, facilitar mis grupos de masculinidades, los grupos de duelo y perdida en la iglesia y, por supuesto, esos momentos de poder ser en la intimidad del hogar, llorar y reír con la persona que mejor me conoce en todo el mundo.
Volví con mi terapeuta. Amo lo bien que me conoce y maneja ese “Abner” que soy feliz, enojado, depresivo, preocupado y con ansiedad. Escucharla me permitió encontrarme con una verdad que no había querido entender y que, más bien, como buen tanatólogo que creo que ya soy —porque sí, estudié tanatología el último año—, obvié. Mi duelo está en proceso pero aprendí a maquillarlo porque, en realidad, acompañar era más importante. Por supuesto, ser “el duro” o el hombre que necesita mi compañera era más importante que yo tirado para que me recogieran. Jugué muy bien mis cartas de “estar bien” y de “deconstruido” para no afrontar a plenitud mi-nuestra realidad.
Subir al monte sin sacrificio, pero sabiendo que hay algo que entregar nunca está chido.
Inhalo… este soy yo.
Dicen algunos maestros que tuve en un Diplomado que acabo de tomar que “el tiempo es el cabrón más macho” porque no se detiene y, por el contrario, corre —en realidad, palabras más, palabras menos—. Y sí. Lo creo. El tiempo es cabrón… pero también colabora en el sanar. Acompaña a ver cómo las aguas que se veían turbias se tranquilizan y vuelven a ser cristalinas tras el estruendoso “calma” emanado de la boca del Rey.
Hoy, después de siete meses de esa fecha manchada en el diario de mi vida descubro con felicidad y asombro que hay sanidad y bálsamo en el tiempo. Fa publicó que todo este tiempo después de no ver la luz al final del camino “…por fin, después de siete meses veo la luz, cada día hay más energía, ánimo, movimiento y menos dolor, poca frustración y menos ganas de estar en cama”. Haber leído esto me llena de un gozo tremendo, pero también de admiración brutal al descubrir que decidí compartir mi vida con alguien que no le teme a las adversidades y que, por el contrario, les hace frente con resiliencia y paciencia. Que no teme en exceso por el mañana poque sabe que en el presente ha cosechado algo que al día siguiente dará un fruto bueno y delicioso para ella y que seguramente compartirá con otras —siempre ellas, las otras, ellas primero— y otros.
Esta actitud me empodera a volver a soñar. A volver a creer.
Exhalo… aquí estoy.
No. No he terminado mi duelo y no sé cuánto me tome llegar a ese momento de verdadera sanidad y paz interior. A veces me vuelvo a enojar y regreso al Trono de Gracia nada más para hacerla de a pedo o llorar; algunas otras veces vuelvo arrastrándome a ese mismo lugar llorando y sin esperanza; algunas otras solo estoy ahí, parado, en silencio, atendiendo un encuentro como si esperara algo a cambio. Y estoy bien con todo esto. Lo entiendo… y decido abrazar con más fuerza mi dolor no para que nunca se vaya, sino para despedirme “bien y de buenas” de él. Porque quiero ser ese Abner que la creación dice que soy… ese que, a pesar de que ve con claridad todo lo negativo del mundo en el que se desenvuelve, decide ver el destino brillante que yace dentro, escondido, en los detalles, situaciones y personas.
Quiero ser ese Abner al que con más ganas le digan “me caías mal porque tienes una cara de mamón —que la tengo— pero ahora que te conozco, descubro que estaba equivocadx”. Quiero volver a ser ese Abner señalado de “clasista” (mal usado el término) porque prefiero alejarme de les inventades antes de lastimarles al señalar lo horrible personas que pueden llegar a comportarse sólo por su necesidad de pertenecer… incluso si tienen que pasar por encima de otros.
Respiro.
Mal dice el dicho que “detrás de todo hombre hay una gran mujer”, y es que incluso antes de que nos casáramos, ya habíamos decidido caminar JUNTOS, a la par. Nadie adelante o detrás del otro. A veces lo hacemos en silencio y otras, la mayoría de las veces, como la mejor porra que se podría tener para enfrentar los retos que decidimos aceptar… e incluso rechazar.
Quizá, y solo quizá, soy un gran hombre porque, a decir verdad, a lado de mi camina una GRAN mujer. Y honro esto.
Respiro.
Quiero volver a soñar. Decido volver a soñar. Vuelvo a soñar.
Exhalo.
Hoy se trata de mi. Pero también de ella. Se trata de nosotros, que separados sanan y juntos sanan. Se trata de caminar más lento, de sobar, de dar «besitos» y apapachos. De escuchar y de ser escuchados. Se trata de ella, la que se llevo la arrastrada; pero también se trata de mi, que también fui arrastrado. Se trata de nosotros, que fuimos arrastrados por una corriente extraña que se convirtió en una vorágine que nos robó la esperanza, pero que al liberarnos, nos dotó de herramientas resilientes para comenar de nuevo… si nuestra Atlantis está bajo el agua, siempre podremos construir una nueva civilización.
Se trata pues, de nosotros. De nadie más. Se trata de curar, sanar y volver a comenzar.
Inhalo.
**Pitufresas
Curioso. Yo no creo en la numerología ni en ese rollo, pero entiendo que los números esconden un misticismo profético particular que me llama la atención.
El siete tiene una serie de “virtudes ocultas —dice Hipócrates— que tiende a realizar todas las cosas”; la impresión del famoso médico es que este número tenía tal poder, que la naturaleza se somete al mismo, como la luna, que cada siete días cambia de fase.
Por supuesto, tengo que traer a la memoria el papel del siete en la tradición judeocristiana. El siete es el número días que duró la creación. Desde esta visión, el siete es un número que nos acerca a la perfección, a la fuerza, al cambio y a la transformación.
Me dio mucha curiosidad que justamente a siete meses de los hechos, Fa hiciera una declaración tan poderosa como la que hizo.
Hay poder en el 7… hay poder en Dios.