
Llegaste a mi vida por azares del destino. En realidad, solo iba por tu hermano y regresé con otros dos, y fuimos una jauría bien familiar de cuatro y 14 patas. Tenías unos ojos espectaculares, por eso te pusimos Odín, tus ojos eran como esas gemas de leyenda y tú eras su poseedor.
Papá te ama.
Llegaste a casa un puente de noviembre. Te llevé dentro de una caja de cartón junto con tus hermanos. Mientras Apolo vomitó sobre de mi, tu dormiste gran parte del camino, solo eras una bola de pelos preciosa. Instalados, donde ya teníamos todo preparado para su llegada, los tres cabían perfectamente dentro de esa camita que era de envidia hasta para mi. Siempre amé verte echo bola y durmiendo ahí.
También lee: Puras cosas maravillosas
Siempre fuiste un mustio. Eras travieso pero esa mirada y actitud altanera daba el mensaje de «yo no fui» que siempre me hacía reír… y otras veces enojarme. Nunca olvidaré aquella vez que inocentemente dejé el despachador de croquetas programado para que las soltara a lo largo del día y lo tiraron. ¡Eras una bola del tremendo atascón que te pusiste! Siempre fuiste muy simpático.
Aún conservo tus dientes «de leche». Ese día cerré mal la puerta y de alguna manera pudieron entrar a la casa. ¡No se comieron el cuarto porque no les cabía! Encontré sus muelitas por todo el lugar. Hoy solo son recuerdos. Como cuando pasaba los fines de semana en casa y acostados en la cama veíamos Los Simpson o cualquier cosa en la tele. Tampoco olvido que te dormías y a veces roncabas con la lengua de fuera. Papá te ama, peludo.
Ese año, cuando llegaron los fríos, dormimos juntos los tres. Intenté siempre hacerlos dormir en su cama y amanecían conmigo. Por alguna razón siempre preferiste ser como una almohada y parecía como que querías abrazarme. Eras un buen perro. Mustio y travieso, pero un buen perro.
Lo último que te dije fue «papá te ama, mi niño del Poli», y es una verdad. Te prometí que seríamos una familia pronto, Fa, Apolo y yo, pero en realidad ya éramos una. Fuimos, somos y seremos siempre tu familia.
También lee: Carta al hijo que todavía no tengo (…)
Me duele la cabeza, creo que de llorar y de aguantarme las ganas. Volverás a mis brazos como cuando te metía en una mochila y te sacaba a pasear solo con la cabeza de fuera, solo que esta vez no habrá besitos babosos que manchen mis lentes y no me dejen ver bien. Será en una fría cajita, llena de polvos que ojalá fueran mágicos, como tú fuiste mágico para nuestras vidas.
Lloro de pensar que se acabaron los paseos bravos en los que tenía que salir con un palo en la mano para espantar a los callejeros a quienes tú les echabas bronca. Lloro, porque mi compañerito peludo, el que a veces se sentaba conmigo a ver la inmensidad de la creación de fue, justamente, a formar parte de la misma.
Siempre me reí de aquellos que amaban a sus perros como si fueran hijos paridos por ellos mismos. Hoy pido perdón por esas burlas y reconozco que tú partida duele como la fregada; ojalá nunca tenga que despedir a un hijo, porque si este dolor se asemeja, ¡qué pena tan más grande! Papá te ama, Odín.
Quiero pensar que nos volveremos a ver. No sé si exista el cielo para los perros; tampoco creo que estés sentado a lado de un río para ayudarme a cruzar y llegar al Mictlán. No sé nada en realidad. Solo creo que volviste al Creador de todo y oro porque allá volvamos a encontrarnos y jugar. Por ver esa cola revolucionada y esas ganas tremendas de querer siempre brincar sobre mi y llenarme de lengüetadas, como marcando la propiedad. Y es que sí, yo era tú humano, tu papá humano.
No te vayas sin leer y escuchar: Lo que la pandemia se llevó
Mi prieto. Ya te extraño, shingalamale. Perdón si fui negligente, si no presté verdadera atención a cualquier dato de alarma. Perdón. Sábete que intenté hacer todo lo humanamente posible por hacerlos felices, aún en contra de mis deseos egoístas (no olvido cuánto lloraste cuando los separé un día). Perdón, «mi niño del Poli».
Decido soltarte y dejarte ir. Hoy, donde quiera que estés, eres libre. ¡Corre! Disfruta del viento golpeando tu cara pasando por tus orejas de bistek, bailando en tus barbas extrañamente enblanquecidas, casi como las de tu papá humano. Eso que pisas son verdes pastos, y en algún lugar encontrarás agua pura y cristalina. ¡Ve, mi niño! Hoy encuentras libertad, no es necesario que vuelvas a mi lado, no habrá gritos ni jalones de orejas. Papá te ama.
Prometo que cuidaré de Apolo hasta donde sea posible. No estará solo. Jugaremos con él, le enseñaremos y apapacharemos tanto como lo hicimos contigo. Tú mamá humana estará ahí también. Sin ti, nuestra familia estará como incompleta, pero mientras vivas en nuestros recuerdos, sé que vives. Por favor, ven de vez en vez a ladrarme por comida, a recostarte conmigo a ver Los Simpson, a darme un beso en la calva y roncarme en los oídos.
Ya te extraño, shingalelita. Te extraño tanto. Pero nos volveremos a ver. Cumpliste tu propósito y nos hiciste muy, muy felices.
Hasta pronto, mi niño café.
Papá te ama.
«Aunque la muerte asecha no asesina sin dejar una lección:
LA DE ESTAR JUNTOS».

Un comentario en “Papá te ama…”