Oaxaca: 10 años después

A mis alumnos, por recordarme que hay
pasión detrás de las máscaras.

La voz de Alex Escobedo resonaba por todo el auditorio de la Guelaguetza. No recuerdo qué decía —han pasado 10 años—, pero estaba seguro que era una plegaria por Oaxaca. Ahí, con las manos en alto, en medio de cientos de personas que me eran desconocidas, lo escuché. Quisiera poder explicarlo con palabras claras, pero no las tengo; humanamente hablando, no sé cómo decir que en medio de un auditorio apostado en un cerro escuché una voz en mi cabeza decirme “quédate y sírveme”.

Tenía 20 años. Sólo era un muchacho pelón en un congreso de jóvenes que por primera vez se realizaba en Oaxaca, “Trastornando la ciudad”, ese fue el eslogan que llevó en 2009 uno de los últimos eventos más grandes y destacados de la escena cristiana juvenil en México. Con dudas y tropiezos, así como la terrible flojera de asistir con el aburridísimo grupo de la iglesia a la que solía ir, renuncié a unas vacaciones de Semana Santa en mi casa y me embarqué en la que sería el inicio de la aventura más grande de mi vida.

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No sé, quizá tenía al menos 15 años cuando supe de ese llamado a las misiones. No tenía ni caraja idea de lo que significaba, simplemente entendía que un misionero era aquel que dejaba todo por mudarse a otra ciudad o país y dedicaba su vida a predicar. España fue el primer lugar que hizo arder mi corazón, la promesa de que alcanzar el país ibérico sería la punta de lanza para desatar un avivamiento en Europa… ¡¿qué carambas era un “avivamiento” y qué quería Dios de un escuincle de 15 años!? Sin embargo, el llamado ardió en mi corazón y lo hace hasta la fecha.

La revolución

De regreso en el auditorio de La Guelaguetza. No recuerdo si sucedió esa tarde pero pasó durante los días del evento, predicando en las calles de la capital oaxaqueña, tuve mi primera palabra de conocimiento. Una mujer de aproximadamente 40 años años con problemas estomacales. Solté una palabra profética de sanidad sobre de ella, lloró, recibió su sanidad y se fue. De alguna manera, no sé cómo, conecté con la gente, con los colores y sabores de un lugar que me era completamente desconocido.

La voz en mi cabeza decía “quédate y sírveme”. Pero decidí no obedecer. Decidí volver con mi familia, aguantar las caras y los malos tratos de la esposa de mi papá; volví a terminar mi licenciatura y triunfar ejerciendo mi carrera, decidí volver para ver a mi sobrino y abrazarlo, decidí volver para estar con mi novia y celebrar nuestro primer año. Decidí decirle “sí” al miedo, al pánico de enfrentar un mañana sin el apoyo de nadie, sin el permiso y validación de mis padres, con una carrera inconclusa y en una ciudad donde no conocía a nadie en más de 40 kilómetros a la redonda.

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Así, volví a casa, pero el sueño se quedó en mi corazón. Ardiendo. Como un volcán a punto de explotar. Una locura se gestaba en mi cabeza y, tengo esa particularidad de que cuando se me mete una idea, no descanso hasta lograrlo.

Y así, con un golpe de suerte y un par de pesos en el bolso, decidí emprender un viaje que cambió mi vida para siempre.

Algunos días

1937382_131039505862_3291856_nHan pasado diez años y no puedo recordar fechas exactas. Pero sí recuerdo las emociones que sentía. Faby me acompañó a la Central de Autobuses junto con su primo. Aún recuerdo su rostro y esa expresión de “no entiendo qué está pasando pero hazlo si te va a llenar”. Por dentro, me moría de una sobredosis de miedo y emoción a lo que iba a suceder en los siguientes días. Me senté en el bus a lado de un hombre obeso, encendí mi iPod y saqué un libro.

Llegué a Oaxaca en medio de una tarde lluviosa. Mi contacto, la familia que me dio alojo durante mi estancia tardó en llegar por mi y eso disparó mi inseguridad. De nuevo, era un escuincle de 20 años en un lugar donde no conocía a nadie, donde de pronto me encontré rodeado de gente que hablaba mixteco, zapoteco e inglés. Esperé cerca de una hora a que fueran por mi y en el inter, pensando que había sido engañado, preparé planes de acción para cumplir con mi misión.

“Misión Vida Nueva para Oaxaca”, así llamé a este viaje.

1937382_131039475862_7778580_nLas primeras noches las pasé en una casa con vista a una de las montañas que rodea la capital oaxaqueña; entendí la razón por la que las comunidades prehispánicas decidieron apostarse en las cimas de ellos. Ahí, alejado de la ciudad y del ruido, al ritmo de la música que producen los grillos y rodeado del sensual olor de unos frijoles hechos en la olla, supe que no estaba ahí por casualidad. Platicar con esa familia, contarles sobre quién era yo y a dónde creía que caminaba impactó sus vidas. Uno de ellos, recientemente deportado de California y con la finta de ser todo un chicano banda me dijo, literalmente, “es increíble que un vato deje su ciudad y su historia; sus vacaciones y gente por venir aquí y no vernos con cara de ‘pobres oaxaqueños’ y apuesta por lo que hay aquí”.

Realicé constantes viajes por varios puntos de la ciudad, pero hubo un momento cumbre que marcó este viaje misionero, mi vida. Viajamos a una zona de sembradíos como a 40 minutos del lugar donde estábamos. Pasamos varios espacios prehispánicos abandonados, ¡tanta cultura y tanto abandono! Llegamos a una comunidad llena de casas de adobe con techos de lámina. Entonces, Felipe Calderón se regodeaba al decir que había combatido la pobreza al cambiar el piso de estos hogares por cemento, ¡tremendo hijo de la fregada!

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Como Job, “de oídas había oído” sobre la pobreza, pero ahora la estaba tocando, la estaba viviendo y sintiendo en un lugar donde no había nada, pero sí hambre por conocer a Dios y encontrarse con él. Comenzaron a cantar sin instrumentos, su alabanza era tan del corazón que tuve que controlar mis lágrimas, y justo cuando estaba por lograrlo, en el umbral de un espacio donde debería existir una puerta, apareció un hombre de edad avanzada con el rostro cansado, la camisa sucia y rota y los pies destrozados por trabajar en el campo… nunca, nunca en mi vida había visto la pobreza de cerca, pero tampoco había visto una pasión realmente pura en la adoración.

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Y lloré.

Lloré en silencio, detrás de esa pequeña iglesia improvisada. Lloré de coraje, de ver la pobreza de mi pueblo y mi gente; lloré de rabia, rabia de pensar que sexenio tras sexenio hay promesas que llenan corazones de esperanza y que nunca, ¡nunca! se cumplían. Lloré de ver y entender mis privilegios por primera vez, de ser el niño de la ciudad que viajó a Oaxaca para servir a Dios y donde Él decidió darle cantidad de lecciones.

Y ahí, comiendo las “colas” de cierta planta cuyo nombre no recuerdo, firmé mi contrato con Oaxaca.

10 años después de volver a mi casa, no he vuelto como misionero, sólo como turista. Pero mi corazón arde cuando estamos ahí, me hace sentir la certeza de que tengo un llamado para dejarlo todo —otra vez— e irme cargado con todos mis sueños y anhelos y empezar de nuevo, desde cero, en cualquier lugar de ese paradisíaco lugar del país.


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¿A hacer qué? ¡Ni idea! ¿Con qué? ¡Menos! ¿Sucederá? ¡No sé! Es algo que late en mi corazón desde hace 10 años y no tengo la certeza de que sea parte del plan de Dios en mi vida, aunque algo me dice que sí. Sigo en el camino y en el proceso de entenderlo para que cuando tenga claridad, entonces tomar la mejor decisión.

Quizá, y sólo quizá, la “Misión Nueva Vida para Oaxaca” sea una realidad en mi vida… aunque definitivamente deberé cambiarle el nombre, ¡por salud mental!

**Pitufresas

  •  “Guelaguetza” es una palabra zapoteca que significa “cooperar”, aunque también he escuchado que significa “ofrenda”. Desde que lo aprendí, me gustó mucho esa relación que, además, sumó con lo colorida que esta fiesta cultural -y gastronómica- que desde mi punto de vista es una de las tradiciones más bellas de México.
    Esa primera estancia en Oaxaca se convirtió en mi ‘guelaguetza’ espiritual.
  • Danzaré… ¡voy a danzar sobre el río!

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