Aprendí a reconocerme en la mirada de aquel recién nacido que, siendo el ser más grande del mundo, se redujo a un inocente e indefenso pedazo de carne, hijo de una familia que, de acuerdo con los que saben — y de acuerdo con el contexto sociocultural en Palestina — eran paupérrimos. No importaba que fuera el Rey de Reyes, ni mucho menos el descendiente del Rey David.
He aprendido a reconocerme en la mirada de Miryam, la madre virgen que, consiente de que hay un Dios en Israel, sometió sus miedos y pensamientos a la voluntad de aquel que la ve y se limitó, en completo albedrio, a soñar en grande con Dios, a ser usada para transformar la historia de la humanidad.
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Me reconozco en la mirada de Ioseph, aquel carpintero temeroso que, antes de emprender la huida y relegar a su prometida a la pobreza extrema — o la prostitución — , escuchó la voz de Dios y obedeció. Incluso, con todo y sus tradiciones, manchó sus manos con la sangre de su joven esposa mientras daba a luz. Que miró y se enamoró de aquel bebé, el Emmanuel, la promesa que quizá pensaron que jamás se cumpliría.

Me reconozco el gozo de los pastores que, interrumpidos por una nube de gloria, fueron avisados de que, por fin, el prometido había nacido aquella noche en un pesebre de Belén. Me reconozco en sus cantos, en sus gritos de felicidad, en su danza, en su esperanza por un mañana mejor. No puedo imaginar — y contener — la emoción que sentían en sus corazones por saber que, por fin, el salvador caminaba en medio de ellos.
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Me reconozco en la creencia, los sueños, el hambre y la convicción de la libertad. Una promesa que hoy, sin duda, creyentes y no, persiguen. Una promesa que también es una lucha, que es para todo y para todos. Nadie quiere ni puede vivir preso de sus emociones, de sus miedos, de sus heridas, de sus enfermedades y dolores. Una realidad de la que, conscientes o no, queremos escapar.
Y vuelvo a pensar en el inocente niño recostado en aquel pesebre y, me queda claro, que en Él se depositó toda la libertad que necesitábamos, incluso el albedrío.
Su llegada terminó con el viejo pacto. Él marcaba el fin de la la guerra entre el bien y el mal; se anulaba la sentencia de muerte firmada sobre cada ser humano que caminó, camina y caminará sobre la tierra. Estoy convencido de que desde aquel momento, gracia y misericordia se extendía sobre la faz de la tierra como un manto que cubre a cada ser vivo, como si el Padre de las luces se tomara unos minutos para cobijar, uno a uno, a los más desprotegidos, hasta aquellos que lo tienen todo.
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¡Y es para todos! Incluso si decides no creer — ¡bendito albedrío y gracias a la no existencia de la inquisición! — . Volver nuestra mirada al pesebre y ver a ese pedazo de carne, indefenso e inocente es, sin duda, encontrarse con el amor encarnado; con un corazón apasionado que, sin juicio, te sonríe mientras te observa. Es la reconciliación con el Padre, con la creación, con la familia. Es la sanidad física y emocional. Es, definitivamente, la libertad de ser, de estar, de caminar, de soñar y vivir justo como el Padre de las luces soñó y pensó, porque de Él sólo vienen esos pensamientos de bien y no de mal.
Sí, veo a ese recién nacido y en Él encuentro libertad… porque me encuentro, tal y como soy, y me siento amado.
A pesar de todo, a pesar de mi, soy amado, ¡soy libre!
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