A diferencia de lo que muchos creen, la verdad es que no soy una persona sociable. Al menos, llevo cerca de tres años trabajando con esa parte de mi. La razón principal es porque decido querer ver el oro en las personas… aunque a muchas únicamente les vea capas y capas de lodo.Bill Johnson, uno de los padres de la iglesia moderna y la revolucionaria visión de la Cultura de Honor, dice sabiamente que “celebramos a la gente por lo que es, sin tropezar con lo que no es”. Me parece que es un valor fundamental que todos, creyentes o no, debemos de adoptar como básicos para nuestro día a día.
Desafortunadamente, la realidad es, dolorosamente, otra.
Últimamente me he topado con tristes testimonios de personas que están o estuvieron en comunidades donde fueron lastimadas a causa de su testimonio de vida. A la par, circula en mis redes sociales comentarios sobre iglesias que usan el slogan de “ven como eres” y cuando estás dentro, te apagan.
Y entonces, nos convertimos en aquello que juramos no ser.

Abner, a decir verdad, es una persona que aprendió a vivir con el estereotipo y el juicio sobre de él. Por supuesto que dolió, y muchas veces encanijó. Pero el momento en que decidí comenzar a ver el oro en las personas, las heridas comenzaron a sanar. Perdoné y comencé de nuevo.
La búsqueda por querer encajar y formar parte de algo es un deporte extremo que puede matar. Así “vi morir” a mi mejor amigo. Así perdí otros, y desde las gradas veo los intentos de otros. Es nuestra naturaleza humana ser parte de algo y está bien. El problema es comprarnos la verdad absoluta creyendo que se trata de la perfección… y pues no. También es una construcción humana y, como nos dice Jeremías 17:7, “maldito el hombre que confía en el hombre (…)”.
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La perfección no radica en la religión, la iglesia, la comunidad o los amigos. La perfección está en los cielos. Está en “la estatura del varón perfecto”. Y, como recientemente lo escuché en mi congregación, estamos en un proceso interminable, y en donde creo que al llegar delante del trono, es donde estará esa perfección.
Hay muchas personas que chocan conmigo por quien soy y, ¿sabes?, ¡está más que bien! Independientemente de que nos repelemos — lo que celebro, porque de lejitos mejor — , trabajo duro por ver el oro, por ver sus llamados pese a sus pésimas actitudes; por ver la pasión por la que se entregan a sus convicciones, pese a que de pronto parece que sólo es para sus allegados; por ver que son hijos amados por un Padre Celestial que, a diferencia de ellos, no hace acepción de personas (Hechos 10:34).
Necesitamos creer en el otro. No por quedar bien o por fingir que eres su amigo o algo. Pero lo necesitamos.
Creer, independientemente de la fe, nos hace crecer en comunidad y nos permite empoderar al otro. Creer construye, más allá de testimonios impactantes, vidas que impactan el mundo. Creer en el otro es como encender un faro en medio de la oscuridad que permita a otros venir a la luz… o al menos hacerles saber que hay un lugar seguro para ellos donde siempre habrá una mano.
Creo que cuando Jesús salvó a María Magdalena, la decisión del Maestro fue creer en ella, de ver el oro que había en su corazón y empoderarla. Eso, desde mi óptica personal, catapultó a esta mujer a un destino trastornador y transformador. La vida de una, aquella que era marginada — recordemos que en la cultura judía la mujer básicamente no era nadie — cambió radicalmente e impactó millones de vidas con su testimonio… ¡y sólo es una persona!
Por eso, decido creer en las personas. Decido tener brazos abiertos y abrazar. Seguro hay historias terribles detrás de muchos de ellos; seguro habrá decepciones y críticas, pero decido creer en la gente. Y lo decido porque, cuando yo no era nadie, Dios me miró y sé que sé, que Él cree en mi, ¡ahí está mi identidad! Mi vida, como la de cualquier otra persona, no es una casualidad.
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Hace cinco años mi mejor amigo se fue a casa inesperadamente, nos/me lo quitaron. Después de los hechos, honestamente, puedo decir que odiaba a todo el mundo. Odié la iglesia en la que crecimos, porque en su intento por encajar, lo lastimaron tanto. Odié a quienes no lo abrazaron, a quienes huyeron, a quienes lo abandonaron. Y me odié también, porque creí que no había hecho lo suficiente.
Hoy — después de un par de sozos y de perdonar y perdonarme — sé que vi el oro en su corazón y lo abracé así como era. Porque no veía lo que otros. Porque creí en él. Y si lo hice por él, puedo hacerlo por otros… y estoy dispuesto a pagar el precio que ello significa el amar. Tal como el Maestro lo hizo, lo hace y lo hará.
Eso, amigos, sí es parte de la Cultura de Honor.

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